Por Ariel Grez. Publicado originalmente en Revista Sorbete Letelier No. 1
La sede, compañeros, está llena de cuadros.
Los hay de varios tipos. Por ejemplo, todo observador medianamente avezado en una sola pasada detectará más de un par de cuadros clínicos para el sanatorio. No podemos negar tampoco que hay cuadros políticos con una labia que rebasa ampliamente su desempeño académico. Y todas las señoras de más de cierta edad podrían decir que tienen los suyos bien puestos, y que no saben si podrían decir lo mismo de los cuadros de las señoritas que deambulan por la sede.
Pero si hay cuadros notables son los que engalanan muchos de los santuarios en los que nos educamos. El Louvre se queda chico al lado de la 508-A, de la 603-A, o de la 605-B, galerías de renombre ya entre el estudiantado.
¿Que más hubiera querido Miguel Ángel, Rafael o Splinter que cantar con sus pinceles las glorias de los excelsos maestros que nos sonríen en nuestras salas de clases?
Son merecidos tributos a las cruentas batallas que se han librado por el Arte Nacional. Son vestigios de cada refriega dada de local en terrenos tan inhóspitos como la Sala Zegers, el Teatro Municipal u otro árido escenario. Pero si… ¡Oh! ¡Gloria! La obra de arte representa el triunfo de un músico local en el extranjero es aún más valiosa. ¿Qué victoria puede ser mayor que ir a mostrarle a los que escribieron la música que los chilenos la podemos ejecutar a la par que ellos?
La excelencia máxima debe dejar su huella. No pueden quedar en el olvido los triunfos de Chile.
Que las salas de clase se transformen en lienzo viviente del prestigio acumulado de la facultad.
Que no se nos olvide nuestro origen, estudiantes, y sepamos perpetuarlo, maestro.
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