Por Valentina Aguilera
Se
miraban unos a los otros, la ansiedad los mataba minuto a minuto.
Odiaban esa espera eterna, cuando la inmovilidad y la tranquilidad se
hacen presente, recalcando su muerte y la imposibilidad de tener el
control de ellos mismos.
Los
azules miraban a los blancos. Los de arriba siempre miraban recelosos
a los de media cancha, envidiaban su compañía. Y qué decir de los
que se encontraban en la casucha de metal; siempre solos, esperando a
que llegase su gran momento para evitar que esa pelotita no entrase a
su pequeña y solitaria cueva.
Siempre
se encontraban en el mismo lugar. El pasaje Dr. Sótero del Río era su
casa desde hace mucho tiempo. Los años habían dejado huellas en su
pequeño escenario, ya tan gastado por el uso de miles de almas.
Siempre a la espera de que una de ellas quisiera tocarlos, moverlos,
hacer que recobrasen vida una vez más por pequeños instantes.
El
taca-taca de Letelier comienza un nuevo día. Es trasladado desde
temprano desde el oscuro edificio a las fueras del pasaje, para
iniciar una vez más su actividad. Sus pequeños jugadores cobran
vida con cada partido. Siempre es al mejor de tres. Tres goles, un
ganador. A los tres, blancos y azules, vuelven a su muerte
momentánea.
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