A decir verdad, estoy un poco harto de la palabra “democracia”. En general, porque existe una indefinición horrible en su significado: mientras para algunos quiere decir meramente poder votar cada un par de años (quizás para quienes sufrieron la privación de este derecho), para otros es poder hacer lo que se quiera cuando se quiera, y para otros, la dictadura de la mayoría.
Tomemos, para efectos prácticos de este artículo, la definición básica de democracia como un sistema participativo. Con ese nivel de ambigüedad debería bastar.
Partiendo
desde esta indefinición,
nos debería
ser grato a nosotros, estudiantes de la Facultad de Artes, que
nuestra decana, en la cuenta de su gestión,
haga mención
a progresos durante estos cuatro años
tales como “haber
dotado a los estudiantes con espacios de encuentro como la sala 510”,
“haber
promovido la creación
de los reglamentos de las etapas básicas,
así como
su inclusión
como estudiantes regulares de la Universidad”
o
“haber
levantado una Comisión
de Innovación
Curricular a nivel central”,
entre otras genialidades…
todas
conseguidas luego de procesos de movilización
estudiantil que terminaron en tomas (2011 y 2013).
¿Por
qué,
entonces, me resulta tan desagradable? Resulta que los petitorios
levantados por nosotros (los estudiantes) en dichas movilizaciones,
surgieron de diagnósticos
que mostraban fallas en el funcionamiento de la facultad, por lo que
las medidas (como las mencionadas en la cuenta de la decana) fueron
propuestas emanadas
de nuestro estamento
para subsanar la situación.
Por supuesto que no somos los ejecutores de estas medidas, nosotros
no somos los que administran el aparato burocrático
de la Universidad, pero si el decanato va a adjudicarse
éxitos
de movilización
estudiantil como progresos gracias a su gestión,
por último
que nos dejen elegir a quien ostente el puesto.
No
me quiero quedar en el análisis
simplista.
Muchos
sabemos que ante nuestras exigencias muchas veces la decana nos
respondía
que “justo
estábamos
pensando en lo mismo, pero es que no se puede por [inserte
justificación
pusilánime
aquí]”,
ante lo cual podría
concedérsele
el beneficio de la duda. Además,
cooptar (otra palabra de moda) consignas y demandas es una estrategia
política
bien conocida (para que hablen de Bachelet), así
que
enfoquémonos
en un punto más
específico.
“Muchas
tomas y paros podrían
evitarse de existir instancias institucionales donde se procesen
democráticamente
las decisiones”,
dice Sebastián
Aylwin, vicepresidente de la FECH, en el foro organizado por el CEFA
sobre democracia universitaria. La frase cobra mucho sentido cuando
recuerdo que los petitorios de las últimas
tomas han sido aceptados íntegramente,
luego de escuchar repetidas veces la frase antes citada (“justo
estábamos
pensando en lo mismo…”).
Asumiendo la mejor de las voluntades (a discreción
del lector), lo que hizo falta en esos casos fue, precisamente,
mantener informada a la comunidad de los procesos problemáticos
y permitir
su incidencia
en la resolución.
Otra
idea repetida por Aylwin,
en el mismo foro, fue la tecnocratización
de
la Universidad, entendiéndola
como su gestión
basada en ejes “técnicos”
u
“objetivos”,
que lo que hacen es básicamente
imponer una forma de hacer las cosas de acuerdo a determinada
perspectiva (que nadie sabe de dónde
salió),
y que por fuerza logra estandarizarlas, “alejando
incluso a los académicos
de las decisiones en el aparato institucional”,
según
Jorge Martínez,
académico
del DMUS. En efecto, parece que el asunto de los estándares
internacionales y la mentada excelencia académica
nos guían
por un camino que nadie sabe muy bien quién
escogió
o
por qué,
pero hay que seguirlo porque está
de
moda, lo que la lleva en el mundo académico.
Pero esa es otra discusión
(¿o
no?).
En
contraposición
a la tecnocracia, entonces, está
la
democracia. Un sistema en que la comunidad es partícipe
de sus procesos, responsable de fijar un rumbo y de seguirlo, es de
hecho, lo contrario a la automatización.
Una comunidad activa y autodeterminada es una comunidad consciente de
sí,
y es capaz de replantearse completamente en caso de encontrarse en
camino pantanoso. Todo indica que debemos aspirar a ser de este tipo
de comunidad. ¿Entonces?.
J.
Martínez
dice que “aquí
no
basta la democracia institucional, la democracia del voto, aquí
necesitamos
una vida democrática”
(foro
Democracia Universitaria, 14 de abril de 2014). En efecto, muchas
veces se pierde el eje, y desviamos la atención,
pidiendo votos en lugar de participación.
Pero es curioso cómo
ambas realidades tienden a separarse. La pregunta que plantea Aylwin
es crucial: ¿por
qué habría
que excluir a miembros de una comunidad de su funcionamiento? En la
política
nacional (digamos, gubernamental) existe el concepto de mayoría
de edad, pero en la universidad los límites
son más
difusos.
Pareciera
ser que el límite
está en
la labor académica,
pero en particular en la Facultad de Artes (aunque no limitándonos
a ella) esa línea
es increíblemente
difusa. ¿Por
qué es
más
“labor
universitaria”
la
del director de la OSE (la sola sigla amerita otro artículo,
pero en fin) que la de cualquiera de los intérpretes
que la integran? ¿O
la de los funcionarios que cargan y trasladan percusiones y
contrabajos? Y eso por sólo
nombrar el departamento de música,
para qué
meternos
en teatro, artes visuales o sonido.
En
resumen, el límite
que sea no es un límite
real, sino fabricado. Fabricado a conveniencia por una cúpula
(probablemente académica,
de tiempos pretéritos)
que supo hacer su trabajo tan bien que ahora las directrices de éste
no son cuestionadas (para qué
hablar
de Jaime Guzmán).
Casi. El cuestionamiento existe, y mientras más
seamos los que no consideremos la jerarquía
actual como “el
orden natural de las cosas”,
más
iremos avanzando. Tomemos las riendas de nuestros asuntos, porque son
nuestros. Y si son de la Universidad de Chile, debieran ser también
los de todo Chile. Hagamos de la universidad pública
una realidad.
Una
realidad así no
debería
parecer tan descabellada. De hecho, no lo es, y está
más
cerca de nosotros hoy de lo que hace mucho que no estaba. No es un
sueño,
es una propuesta real. Trabajemos hoy juntos por ello, para que la
próxima
vez que un decano o rector hable de triunfos de movilización
estudiantil o trabajadora como propios, no haya motivo por el cual
sentirse incómodo,
porque efectivamente, habrá
sido un triunfo conjunto, desde sus inicios, y en todas sus etapas.
Es
hora de una nueva era.
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